Tuesday, April 18, 2006

Parte III: Recuerdo de una obsesión.

Como mencioné anteriormente, el hecho de asistir a un colegio de hombres brindaba oportunidades para conocer niñas. Incluso existían espacios en los que, para satisfacción nuestra, la presencia femenina era permanente. Uno de estos espacios era el taller de teatro, instancia a la que me sumé a los 14 años y en la que logré destacar más que nada por mis esfuerzos sostenidos por superar la timidez crónica heredada de mi familia.
A los 15 años ya había ganado cierto rango dentro del taller, fruto de los logros obtenidos tras un año de trabajo, lo que lograba atraer a algunas de las chicas que asistían a la clase. Eso sí, el dedicar tanto tiempo al teatro generaba aspectos negativos, en especial el dejar de morar entre los árboles de la Plaza Brasil. Por esto llegó un instante en el que llegué a conocer a las chicas que asistían sólo cuando se unían al taller.
Lobita era una de aquellas chicas, ya que a pesar de estudiar frente a la plaza no llegué a conocerla hasta una tarde de abril. Ella huyó de clases de computación en su colegio para asistir al taller, razón por la que de un día para otro desapareció. Cuando comencé a extrañarla no tuve que hacer muchos esfuerzos para estar en contacto con ella, ya que me envió mensajes con una amiga para que nos reuniéramos. Era obvio que aquello llevaba su qué.
Ahora que miro hacia atrás, no me cuesta mucho recordar su rostro, su piel, sus labios. Me llegué a obsesionar con su piel pálida, su voz acogedora, la suavidad que encontraba en sus manos y sus besos, los más sinceros que había recibido hasta el momento. Solíamos pasar horas hablando de la vida, de nuestras vidas, pero nunca nos atrevimos a proyectar lo que sucedía entre nosotros. Quizás por eso las cosas fueron tomando otro rumbo.
Nos habíamos obsesionado el uno con el otro, nos obsesionamos con nuestro presente, con lo que vivíamos, con aquellas caminatas en que, sin proponérnoslo, extendíamos las cuadras que había entre la Plaza Brasil y su casa. Deseaba que el tiempo se detuviese para seguir recorriendo su rostro suave con mis besos.
El presente, como siempre, se volvió pasado. Las caminatas se hicieron más cortas, los besos más fríos, las caricias se desvanecieron. Parecía que el futuro no tenía nada que ofrecernos. Incluso el teléfono dejó de ser una escusa para hablarnos. Luego las noticias se hicieron esporádicas, hasta que finalmente nos alejamos.
A veces, cuando hay luna llena, me obsesionó con su recuerdo, con sus ojos, con su nombre.
(continuará)

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